Uno de los indiscriminados y genéricos criterios que se hacen a la libre empresa –disimulándolos bajo el pretexto del neoliberalismo– reside en el carácter mercantil de los servicios que las empresas prestan.
Aunque no podamos ya poner en duda que el servicio es un fin ético satisfactorio para la empresa, y que la empresa de facto presta indudables servicios, cabe aún la duda, expresamente formulada por esas críticas, acerca de si el servicio quedaría moralmente desmerecido por el hecho mismo de ser mercantil. El servicio social tendría una calidad ética superior.
Consideraciones de esta naturaleza constituyen un error utópico. Los servicios sociales no son de suyo moralmente mejores, no los servicios mercantiles son de suyo peores moralmente. La calificación moral del servicio viene dada intrínsecamente por la calidad real del servicio mismo, independientemente del adjetivo con que se le determine.
La calidad real del servicio se mide a su vez por el rango de la necesidad que se satisface con tal servicio, en términos de desarrollo o perfeccionamiento de la persona a la que se sirve. Así, el servicio no es mejor ni peor por ser privado o social, mercantil o gratuito, sino por satisfacer un requerimiento corporal o espiritual, profundo o periférico, etcétera.
Ha de reconocerse, en esta línea, que el calificativo de social o mercantil nada quita ni pone a la calidad de servicio en sí mismo.
Hay servicios sociales malos y servicios mercantiles buenos, y podemos encontrar servicios sociales buenos y servicios mercantiles malos, aunque los primeros –los servicios sociales malos–sean más frecuentes que los segundos –los servicios sociales buenos–.
El servicio no declina su condición ética por el hecho de ser mercantil, entendiendo aquí el término en el siguiente sentido: que es un servicio hecho mediante un proceso organizado para proporcionar una ganancia al que sirve, y, específicamente en ese proceso organizado para la ganancia se incluye el cobro económico por cada servicio prestado. Sería precisamente el cobro lo que desmerecería la calidad ética del servicio, pero no es así.
Nada tenemos que decir, evidentemente, excepto expresiones laudatorias, con respecto a los servicios sociales que prestan las hermanas de la caridad o los boy scouts. Pero no podemos pensar que una sociedad puede funcionar fluidamente sólo con servicios de voluntariado (aunque debería haber aún más voluntarios para esos servicios).
Como quiera que sea, los servicios sociales que hemos puesto como ejemplo, que podrían multiplicarse, especialmente los que tienen como origen una inspiración cristiana de la vida, son servicios sociales privados.
Los (ineficientes) servicio públicos
Mucho, en cambio, tendríamos que decir, y con nosotros innumerables ciudadanos, acerca de los servicios sociales públicos, a los que en alguna ocasión aludimos como si se tratase de un cuadrado redondo. El servicio público, confiésese, está infestado de inmoralidad e ineficiencia: esto puede afirmarse señalando la realidad inobjetivable, al menos en el país en el que estamos escribiendo.
Es precisamente pensando en los servicios sociales públicos como hemos podido elaborar la idea de que la mercantilidad misma, el cobro mismo de un servicio, constituye igualmente un servicio.
Nos hemos atrevido a hacer esta afirmación fundamentándonos en tres razones:
Publicado originalmente en la revista Expansión el 12 de agosto de 1998.