Blog de Carlos Llano

Dirección general: orígenes y remedios del encumbramiento

[fa icon="calendar"] 08-feb-2018 9:00:00 / por Carlos Llano Cifuentes

 

8-de-febrero

Orígenes del encumbramiento

No será sorprendente decir que el origen del esta enfermedad (encumbramiento: engrandecer a alguien honrándolo y colocándolo en puestos o empleos honoríficos) no es otro que el “narcisismo malsano” (para emplear la fuerte expresión del profesor de Harvard, Abraham Zaleznik) que se despliega mediante la voracidad para satisfacer las 5 necesidades internas del ego, principalmente las de autoestima y poder, opacando el deseo altruista de mejorar la empresa.

Pero lo que nosotros deseamos enfatizar, porque nos parece que no se ha hecho, o no se ha hecho hasta ahora con bastante fuerza, es que la presidencia o la dirección general, tal como hoy se conciben, lejos de satisfacer esas necesidades las despierta y las alimenta. Mientras los signos del éxito tengan un carácter externo, y por ello comparativo, los altos puestos servirán para atraer a los egocentristas o para generar egocentrismo en quien no lo padecía.

Además de estos signos exteriores cuantificables, visibles y comparables, se encuentra el hecho más difícil de ser evitado, según el cual, a medida que se asciende por la escalada del rango, se “tienen menos personas a las cuales rendirles cuentas y menos personas que controlen lo que uno hace, diciéndolo en los precisos términos del psicólogo Harry Levinson. La poca supervisión que se ejerce sobre el presidente –cuando se ejerce alguna-, al mismo tiempo que el aumento de su poder, confirma y amplifica la ampulosa autoimagen del narcisista, hasta convertirlo en un autócrata temporalmente de personalidad impredecible.[1]

Remedios del encumbramiento

Peter Drucker afirmó hace muchos años que la dirección de las buenas organizaciones habría de tener la boca ancha, esto es, debería estar formada por varias personas y no por una sola. El remedio para el egocentrismo es polarizar la atención en el grupo de ejecutivos sobre el que descansa la organización, y no sólo en su presidente. Si, como nos aventuramos a afirmar antes, en contra de la corriente cultural contemporánea, los signos exteriores de éxito amplifican el egocentrismo, ahora diremos que el trabajo engendra la colaboración y cura las inclinaciones egoístas que todos tenemos.[2]

Una persona que se desempeña en un ambiente de trabajo en equipo no tiene más remedio, aunque le pese, que comprender y admitir la crítica de sus compañeros. Éste es el antídoto natural en contra del envanecimiento. Por esto los hombres vanidosos trabajan individualmente –con pretextos de creatividad y autonomía–; y cuando trabajan con otros, éstos son sus simples ayudantes, con pretexto de formación y, paradójicamente, con el fin de que no se envanezcan.

El verdadero ejecutivo, el verdadero emprendedor, necesita de muy pocos recursos materiales: se basta y se sobra con su propia persona.[3] Para emplear términos de Kenth Iverson, presidente de Nucoz, la séptima empresa de acero de Estados Unidos, “se desenvuelve más bien como un agente viajero”. En cambio, necesita de sus socios, de sus colaboradores, precisamente porque no cuenta con otras cosas. Al contrario de lo que hacen muchos de los que ocupan puestos análogos, no se esconde detrás de la fachada de su edificio corporativo, ni siquiera debajo de su traje, pues trabaja en mangas de camisa. Suele comer en los comedores generales de las oficinas, siendo que las cafeterías de muchas empresas no son precisamente lugares elitistas, pero forman un hábitat que suprime el aislamiento (la cola del self-service de una oficina es un precioso lugar de información, superior cualquier computadora). Contratan personas que estén dispuestas a decir lo que piensan (siempre que también piensen lo que dicen), en lugar de rodearse de mediocres, débiles y sumisos y –sobre todo– se preocupan por su austeridad, por eliminar cuanto pudiera parecer un adorno del puesto, ya que hasta en ello abomina hacer sentir a nadie que es distinto de los demás.

Hay quienes voltean la cabeza del organigrama; otros, como Basagoiti, lo ponen en posición horizontal; algunos, colocan al cliente, y tienen razón, en el puesto de la dirección general. Teodoro Rodríguez atisba el momento en que en lugar del cliente deba ponerse al empleado, que es, dice también con razón, el primer cliente que ha de ser ganado para la empresa. Pero siempre me llamó la atención el comportamiento de aquel jefe, de quien tanto aprendí y tanta huella dejó en mi trabajo, que no citaba a sus subalternos en su propia oficina sino que iba a verlos a la de ellos. Y para que no se pensara que lo hacía por modestia, explicaba, sin que nadie se lo hubiera preguntado, que con tal procedimiento era más fácil dar por terminada la entrevista, saliéndose del despacho ajeno, en lugar de decirle al visitante que se marchara del suyo.

Pero, sobre todo, la organización debe inmunizar a sus trabajadores contra el egocentrismo, cuidando la naturaleza del ascenso: el poder debe ir llegando paulatinamente, en dependencia no sólo de los resultados, sino también de los resultados conseguidos en asociación con otros ya que la capacidad asociativa ha de considerarse tan importante como la capacidad ejecutiva, hasta generar una cultura en que ambas sean rigurosamente coincidentes. El poder no ha de advenir a la persona como un chubasco repentino de prestigio y de dinero: ya se sabe desde antiguo que la vanidad es impaciente.

Los directores que sigan estas medidas, u otras análogas aunque parezcan incidentales o mínimas, se irán vacunando en contra de la enfermedad egocéntrica virtualmente aneja al cargo. Siempre tenderán a conseguir un equilibrio entre los deseos personales –que habrán de tenerlos– y los intereses del grupo, ya que sin sus colaboradores se sentirán incapaces de trabajar. Como ya hemos visto[4], también es válido para los gerentes –y especialmente para ellos– el axioma aristotélico según el cual todo hombre –excepto el dios y la bestia– es un animal social.

Resulta consolador saber que los usos del management japonés pueden constituir un eficaz antídoto, aunque resulte a la vez vergonzoso para nuestra cultura occidental de origen cristiano: no hay jets privados, ni gimnasios o comedores para ejecutivos, no hay bonos millonarios… no hay todo aquello que aleje al presidente o al director general de una realidad a la que él mismo debe ser el primero en apegarse. En efecto, en la cultura tradicional cristiana la actitud humilde (etimológicamente derivada de humus, tierra) es la de aquél que se encuentra no ya con los pies, sino con la cabeza en el suelo.

Este es el tercer extracto que publicaremos del e-Book “Decadencia y auge de la dirección general”:

Ebook Decadencia y auge de la dirección general


[1] John Byrne, “CEO Disease”, loc. cit., describe el caso de varios ejecutivos que han mostrado los síntomas de esta enfermedad habiendo sido afectados por estas causas: Ross Johnson, de Nabisco (renunció en 1989), que contaba con una flotilla de diez aviones, y cuyos emolumentos eran vergonzosos para el resto de los directivos; Walter Connoly (despedido en 1990), de Bank of England, cuyos gerentes temían decir lo que él no quería oír; Roberth Schoellhorn, de Abbot (despedido en 1990) quien, habiendo dado a Abbott un excelente giro de 180 grado, se embriagó de su éxito desplazando, como ya dijimos en el texto, a sus sucesores potenciales; James Stewart (renunció en 1991) de Lone Star, cuya cuenta de gastos llegó a los 3 millones de dólares anuales; y Haward Love (se retiró en 1991), de National Intergroup, que se dedicó a toda clase de compromisos externos.

[2] Cfr. Carlos Llano. “Colaboración y servicio versus poder y competencia”. USEM. México, 1991.

[3] Cfr. Carlos Llano y José Inés Peiro. “El perfil del director mexicano”. En ISTMO. México, 1990.

[4] Cfr. Supra Cap. V, 198 y Cap. VI, p. 281.

Topics: Liderazgo, Dirección general, Soberbia

Carlos Llano Cifuentes

Escrito por Carlos Llano Cifuentes

Carlos Llano Cifuentes, fue un filósofo, profesor y empresario mexicano. Miembro del grupo fundador del Instituto Panamericano de Alta Dirección de Empresa (IPADE) y de la Universidad Panamericana, nació en 1932 en la Ciudad de México. Doctor en Filosofía en la Universidad de Santo Tomás, en Roma, estudió Economía en la Universidad Complutense de Madrid y realizó estudios doctorales de Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

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