Blog de Carlos Llano

Dirección general: síntomas del encumbramiento

[fa icon="calendar"] 01-feb-2018 8:30:00 / por Carlos Llano Cifuentes

 

1-de-febrero

El encumbrarse, o, más exactamente, aposentarse en la cumbre, tiene varios síntomas, aunque para quedar instalado en la cima en este sentido negativo de enfermedad o de decadencia paradójica no es necesario padecer la sintomatología completa. Basta presentar dos o tres síntomas para que pueda diagnosticarse sin error la enfermedad.

  • El principal de ellos es la distancia entre su puesto y el resto de la organización. La cumbre se encuentra muy alejada de la realidad donde se llevan a cabo las operaciones del negocio. Esta posición, lejos de propiciar una visión panorámica de ellas y de sus conexiones con el entorno, lejos de asegurar una perspectiva de horizonte, el efecto que produce es perder de vista las operaciones mismas. Al tiempo que se sube en la escalera del rango en la organización, “se le puede subir a uno la cabeza” hasta llegar a considerarse un “líder elevado y omnipotente”. Según John Byrne, hay en Estados Unidos directores generales que ganan 85 veces más que un trabajador común y corriente, a diferencia de sus homólogos en Japón donde la relación es aproximadamente de 10 a 1.
  • Este enorme abismo que existe entre el presidente y la fuerza laboral que lleva a cabo el negocio de la organización facilita el perder la fe en la gerencia pues llega a pensarse, con razón o sin ella, que el negocio está al servicio del encumbramiento del gerente, brotando el sentimiento del “nosotros contra ellos”. Ya se ha advertido que las motivaciones de preponderancia (posesión, posición, poder, prestigio, etc.) generan en las organizaciones mercantiles espacios incompatibles, inequívoca causa de animadversión entre los que se consideran abajo y los que están realmente arriba, pues todos quieren encontrarse en la parte más estrecha del embudo.[1]
  • Ejemplifica Byrne el caso de una presidencia que cuenta con 26 pilotos, 10 aviones y un majestuoso hangar, o de quien viajando en el jet privado de la compañía obliga a sus ejecutivos a hacerlo en clase turista. Esta posición en la cumbre, a gran distancia de la base, rodea a la presidencia de la organización de un enorme silencio y obscuridad: llega a oír ni ver nada. Quedan las personas encerradas en un capullo protector que los hace pensar que son mucho más que simples mortales: el nivel de vanidad llega a traspasar la frontera de lo real.
  • El segundo síntoma, muy relacionado con el primero, es el de negarse a reconocer ningún error y rodearse para ello de parásitos y aduladores. Las decisiones se toman muy lentamente –todas tienen que pasar por el jefe–, pero después son abruptamente cambiadas. Se llega al caso de intimidar a los colaboradores a tal punto que nadie se atreve no ya a desafiar a contravenir, sino ni siquiera a manifestar un mero y superficial desacuerdo.
  • Un tercer síntoma de la enfermedad que estamos diagnosticando se refiere al hecho de querer tomar todas las decisiones sin molestarse en indagar los detallas. Esta circunstancia paradójica deriva necesariamente de dos deseos que se oponen entre sí: a) deseo de estar en la cumbre, que le impide el discernimiento de los detalles, y b) deseo de ejercer el control, que le permitirá permanecer en la cumbre. Con frecuencia, quien se encuentra en esta incómoda y a la postre inestable postura, indaga y exige determinados detalles como una forma de manifestar que aún sigue al tanto de los asuntos, pero estas ficticias muestras no reflejan sino la incapacidad en que se encuentran para aprehender las reales y verdaderas operaciones que se llevan a cabo en la organización. Ante sus subalternos, que están verdaderamente involucrados en ellas, sus intentos resultan contraproducentes, y contribuyen a esa falta de fe en la gerencia a que alude el primer síntoma de que hablamos.
  • Desear encontrarse en mejores condiciones que los otros directores generales. Esta tendencia posee todas las características de la adicción. Es quizá la piedra de toque del egocéntrico o narcisista. Es “la peor enfermedad” que pueden padecer los ejecutivos del mundo de los negocios en sus trabajos, “mucho más frecuentemente que el alcoholismo”, asegura Harold S.
  • Como el alcoholismo anónimo, esta continua comparación con las adicciones de los directores análogos en otras compañías puede pasar inadvertida a muchas personas, excepto al mismo interesado, quien justamente lo que persigue en que los demás –y sobre todo sus colegas directores– adviertan los signos externos de su superioridad, ya que no puede mostrarla por sus signos internos o personales. Porque ésta es la cuestión: sobresalir mediante muestras superficiales de estatus –sueldo, avión, prestaciones cuando no puede hacerse por los resultados que derivan de una gestión eficaz. El deseo de sobresalir como único motivo de actuación no es psíquicamente aconsejable –ni aun tratándose de algo tan notable como sobresalir en el buen desempeño del propio oficio–; pero hacerlo mediante señales intrascendentes y vanidosas es psíquicamente perjudicial. Debe distinguirse el brillo externo que deslumbra del esplendor interno que alumbra o ilumina.

Este deseo de destacar sobre sus colegas de otras compañías explica la tendencia, desatada en los años ochenta, a la construcción de majestuosos, inmensos –e inútiles– edificios corporativos.

Precisamente porque estos signos externos producen el efecto de deslumbrar –esto es, llaman la atención pero no dejan ver bien– es muy raro que el consejo de administración o los accionistas detecten la egolatría de tales personas y cuando lo hacen es ya demasiado tarde. O, si llegan a percatarse de ello, no se atreven a hacerlo evidente, por causa de la misma brillantez de aquél que debería ser desenmascarado, pese a que tienen no sólo el derecho, sino el deber –su más importante deber– de hacerlo. Sin embargo Jenell Perkins asegura que, de cuatro ocasiones en que se ha “sentado a hablar con el presidente” para decirle que “usted ha hecho ya la contribución que podría aportar a la organización”, tres de ellos se han retirado a la mayor brevedad.

5) A los anteriores síntomas se añade otro más: dedicar mucho tiempo a consejos de administración y a grupos sociales ajenos a la compañía que dirige. Se han detectado directores que dedican el 70 u 80% de su trabajo a asuntos ajenos a la compañía, relacionados de alguna manera con el puesto, en el sentido de que no tendrían acceso a ellos si no fueran los responsables de aquella empresa a la que, irresponsablemente, le dedican tan poco tiempo.

Anthony Burns, que se recuperó de esta dolencia siendo presidente de Ryden System –excepción tal vez de la regla, ya que quienes contraen la enfermedad raramente se regeneran–, nos dice que “es increíble la cantidad de tiempo y atención que te demandan las actividades externas”, al punto de que “es fácil caer en la trampa”.

  • Preocuparse excesivamente por el protocolo. Es una consecuencia natural del cuidado que se ha puesto en los signos externos de estatus, pero ahora referido al dintorno de la compañía y no respecto de lo directores de otras organizaciones, como ya antes hemos señalado. El director decadente enfermo se aferra a cuestiones banales: su lugar en las juntas, si los demás se ponen de pie cuando entra en la sala, si se le interrumpe en las conversaciones, si se le escucha con notorios gestos de atención, si se manifiesta explícitamente el acuerdo a los que dice, etc.
  • Interesarse especialmente en la atención que le prestan los medios de comunicación colectiva. Este síntoma resulta digno de ser tenido en cuenta, precisamente por resultar engañoso. Parece que la significación pública del presidente de una compañía redunda en el prestigio, publicidad y renombre de la compañía misma. No siempre es así; al contrario, muchas veces acontecen las cosas al revés, y no sólo porque el beneficio redunde en exclusiva para la figura del presidente y no para la compañía. Aunque el estudio de Byrne y sus coautores que estamos comentando no se refiera a ello, exaltar públicamente la persona del presidente y del director puede ocasionar un perjuicio a la empresa que se preside o se dirige.

Advertimos antes que quien se preocupa por encumbrarse termina quedando fuera de la organización, en el sentido literal de la palabra. El encumbramiento mediante o a costa de la empresa sirve con frecuencia para que el director se promocione en el mercado de la gerencia, de modo que se utilizan los recursos y méritos de la compañía precisamente para conseguir un puesto mejor en otra empresa. Este robo no es, por lo demás, fácilmente detectable; y, aunque se detectara, no resulta simple comprobarlo. No obstante, harán bien los involucrados en los consejos de las empresas y los accionistas, en analizar si el excesivo celo por encaramarse en la ventana pública, con dinero de la compañía, no constituye un trasvase implícito de estos recursos a una organización potencial competidora (aunque no sea competidora respecto de mis productos, o mi mercado, sino respecto de mi gerente).

8) Dijimos que el principal síntoma es el de la distancia excesiva entre la cabeza y la base. A esta consideración espacial debe añadirse otra de carácter temporal: permanecer demasiado tiempo en el puesto, perjudicando a candidatos que podrían ser eventualmente los sucesores.

Esto ocurre no sólo de un modo franco, sino muchas veces solapado. Basta con no preparar a un sucesor, para que el síntoma se produzca inercialmente. Y ello ocurre en innumerable ocasiones como fruto de lo que antes advertimos en el segundo síntoma de la enfermedad: si el presidente actual se rodea de aduladores serviles, nunca tendrá a nadie capacitado para sucederle, sea esto último intencional o no.

Pero también acontece de manera abierta. Parece que Schoelhorn, presidente de Abbott, despidió o forzó la renuncia durante un periodo de nueve años a tres de sus obligados sucesores, porque –en opinión de otros ejecutivos– no ejercían la función de servilismo que les hubiera correspondido: en su agenda, el asunto más importante era el de preservar su poder personal y eliminar la competencia por este poder.

No es necesario explicar que, con una pretensión tan estrecha, el porvenir a largo plazo de la organización se ver perturbado no pocas veces por tácticas miopes de corto alcance. A fin de poder presentar utilidades en corto plazo, que sirvan para prolongarse en la presidencia, se reducen las inversiones de desarrollo futuro, lo cual se detecta después de mucho tiempo, cuando ya el presidente consiguió la permanencia en el puesto que pretendía. De este modo, si llega la oportunidad de que el jefe se retire convenientemente y no lo hace, su inmovilidad debilita la organización y deteriora las posibilidades a los sucesores potenciales.

Este es el segundo extracto que publicaremos del e-Book “Decadencia y auge de la dirección general”:

Ebook Decadencia y auge de la dirección general


[1] Cfr. Carlos Llano. Op. Cit. Pp 167-201.

Topics: Dirección general, Soberbia, Compromiso

Carlos Llano Cifuentes

Escrito por Carlos Llano Cifuentes

Carlos Llano Cifuentes, fue un filósofo, profesor y empresario mexicano. Miembro del grupo fundador del Instituto Panamericano de Alta Dirección de Empresa (IPADE) y de la Universidad Panamericana, nació en 1932 en la Ciudad de México. Doctor en Filosofía en la Universidad de Santo Tomás, en Roma, estudió Economía en la Universidad Complutense de Madrid y realizó estudios doctorales de Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

Nueva llamada a la acción

Suscríbete a las notificaciones de este blog

Lists by Topic

see all

Artículos por tema

ver todos

Artículos Recientes