Management

La dirección como mando de hombres

[fa icon="calendar"] 19-mar-2018 0:00:00 / por Ricardo Murcio

 

Cátedra Carlos Llano UP-IPADE

El mando de hombres libres y dignos, capaces de forjar su propio futuro, es el gran reto del director. ¿Cómo lograr que hagan suyas las metas de la empresa? ¿Cómo relaciono esos objetivos generales con cada colaborador que llevará a cabo las acciones concretas? No hay recetas ni fórmulas, pero conocer y seguir algunos criterios antropológicos sin duda da luz al tema.

Escrito en coautoría con Miguel Alejandro García Jaramillo.

Las organizaciones han entrado en un entorno competitivo completamente nuevo, donde los modelos economicistas del pasado resultan insuficientes y los estilos de dirección requieren nuevos planteamientos basados en un conocimiento profundo del hombre.

Ante esta nueva era, que Jeffrey A. Joerres llama The Human Age, es innegable la necesidad de replantear el modo como acostumbramos tratar los problemas humanos en la empresa.

Si bien es verdad que hoy contamos con múltiples herramientas y sistemas diseñados para operar los negocios, desde tableros de control y monitoreo de las diferentes actividades financieras y operativas diarias, hasta inmejorables sistemas de comercialización y distribución de productos; no debemos olvidar que dirigir <<significa estrictamente dirigir hombres>>[1] para lograr un resultado propuesto. Es decir, una vez diagnosticado el problema o la oportunidad, decidido el plan de acción y los objetivos deseados, el director se enfrenta a la difícil tarea de convencer a otros de hacer lo que él ha decidido.

La labor de mandar a otros se puede hacer de muchas maneras. Una, muy difundida desde el siglo XIX, es la llamada dirección científica, de Frederick Taylor, cuyo sistema se diseña de espaldas al ser humano, para que después éste lo ejecute a través de premios y castigos, tal como se instruye a una mascota a realizar las actividades que agradan al dueño.

Sin embargo, hoy sabemos que este modelo no sólo resultó falso en la práctica, sino también insuficiente en la teoría. Como ha señalado Francis Fukuyama, la dirección científica no se pudo ejecutar realmente sin suponer un bagaje moral en los trabajadores, por ejemplo, de la Ford. Italianos, polacos, o noruegos, ciertamente no podían –ni debían– hablar, pero en general eran cristianos practicantes, para quienes el trabajo honrado y la familia constituían estímulos fundamentales de su existencia.

Si el sistema se podía pensar de espaldas a la ética, es porque constituía un elemento natural que flotaba en la atmósfera de los siglos XIX y las primeras ocho décadas del XX. Más aún, estas empresas lucraron gracias a valores –humanos– que no habían creado, sin advertir que esa actitud, llevada al extremo, canibalizaba y depauperaba el mismo mercado que la hacía posible.

La insuficiencia de dicho modelo aparece hoy más obvia porque el vertiginoso avance de las telecomunicaciones hace más patente que la limitación ya no es técnica, sino antropológica. Para decirlo de modo gráfico, no es que no se puedan hacer teléfonos más chicos, sino que no podemos encoger a voluntad nuestras manos.

En las últimas décadas los activos más destacados en la empresa, en la medida en que se vuelven cada vez más intangibles, se hacen también más personales. En la era del conocimiento, los activos de una empresa como Microsoft van a dormir cada noche a su casa, a diferencia de otras como Fundidora de Monterrey, cuyos activos han estado y estarán en su sitio durante décadas, hasta que el óxido acabe con ellos.

Que el otro <<quiera>> hacer lo que yo quiero

Además, el conocimiento ha ido suavizando mucho la relación entre empleador y empleado, y a veces invirtiendo incluso esa relación. En la medida en que el hombre sabe más, tiene más poder para elegir a su empleador. La empresa ha debido modificar el sistema de retención de su personal.

Hoy más que nunca es imperioso desmonopolizar la creatividad individual y hacerla preponderantemente un sistema de colaboración. Nadie en su soledad podrá ponerse en la punta del avance tecnológico. Sucede ahora en el campo de la empresa lo que en la antigua Grecia en el de batalla: si los espartanos se hicieron célebres por sus dotes individuales en la guerra, los tebanos lograron superarlos por la sincronización estratégica del equipo.

La fortaleza es una virtud cardinal (cardo, corazón) porque es el principio, raíz o esencia de otras muchas virtudes, como la audacia o la constancia. Fortaleza y constancia se relacionan íntimamente, como la fruta y el olor.

En la actualidad los conocimientos y capacidades de cada colaborador son indispensables para resolver los retos que plantea un entorno altamente competitivo y cambiante.

Para ser más precisos, conviene enfatizar que la dirección no sólo es la dirección de hombres, sino en su calidad de hombres, es decir, como personas libres y dignas, capaces de esculpir sus destinos. En esto consiste hoy el gran reto del director: no sólo que el otro haga lo que yo propongo, sino que el otro haga lo que yo quiero, queriéndolo él (Polo y Llano, 1997). Es decir, el mando de hombres es aquella labor que requiere hace que el otro quiera libremente lo que yo quiero.

Esta labor del mando de hombres tiene dos vertientes: la externa (objetiva) y la interna (subjetiva). Ambas igual de importantes, ya que si no consideramos la primera seremos incapaces de inspirar a otros a colaborar porque estaremos en pleno desconocimiento de las mejores herramientas para lograrlo.

Sin embargo, también reconocemos que si quien dirige no cuenta con una personalidad madura[2] y formada es imposible lograr el resultado. Por esta razón debemos estudiar el factor humano en estas dos vertientes: la subjetiva, entendiendo que el líder debe ser capaz de dirigirse para dirigir; pero también entendiendo que se le exige saber dirigir a hombres libres, y por lo tanto capaces de dirigirse a sí mismos.

Hoy más que nunca es imperioso desmonopolizar la creatividad individual y hacerla principalmente un sistema de colaboración. Nadie en su soledad podrá ponerse en la punta del avance tecnológico.

Dirigirse para dirigir

Decisión y mando son dos actos de la voluntad. Cualquier persona decide inicialmente su proyecto de vida y después manda a todas sus facultades o hábitos para conseguirlo. La decisión sobre el proyecto siempre está presente en la vida humana, aún en quienes aparentemente no lo eligen, pues en caso extremo lo consienten, es decir, aceptan como bueno el que se les ofrece.

El director de empresa no escapa a esa estructura antropológica: requiere una decisión sobre el proyecto a un mando sobre su persona, debe mandarse a sí mismo para ejecutar lo decidido. No se trata de una ejecución automática, ni en el líder ni en sus colaboradores; por esto defendemos que decidir no es ejecutar. La decisión debe trascender en el mando sobre las propias capacidades, para luego ser fuente de inspiración sobre los demás, y así alcanzar el objetivo.

Una vez que el director ha sido capaz de poner los medios para sí mismo debe ejercer una acción ardua: convencer a los demás, de modo que éstos le sigan. Para lograr el resultado interno (dirección subjetiva) son necesarias dos virtudes: la fortaleza y la constancia.

Se requiere fortaleza para decidirnos pasar por encima de las dificultades u obstáculos; la constancia para el mando, a fin de mantener la decisión a pesar de los cambios adversos a través del tiempo en el entorno. Es decir, fortaleza en la decisión y constancia en el mando. La fortaleza es una virtud cardinal (del latín cardo, corazón) porque es el principio, raíz o esencia de otras muchas virtudes, como la audacia o la constancia. Por ello, fortaleza y constancia están íntimamente relacionadas, como la fruta y el olor.

En efecto, la constancia es fortaleza que se prolonga en el tiempo. Por ello, se relaciona directamente con la magnanimidad del objetivo: entre más magna sea la meta que se persigue, mayor debe ser la constancia. Esta virtud es la única que nos puede llevar a la consecución de las metas arduas en el tiempo, es indispensable para enfrentar sin desánimo las dificultades y obstáculos que se oponen al logro de la meta.

Aunque los problemas o dificultades se conocen de alguna forma desde el acto de la decisión, sólo aparecen entonces como pensados; es decir, al decidir sabemos que encontraremos ciertas dificultades, podemos ver que son ésas y no otras, pero de cualquier modo sólo están pensadas, no hay experiencia vívida de ellas; en el mando, los obstáculos se presentan como reales, con su crudeza existencial y efectiva: la persona entonces ha de ser constante para superarlos, para seguir en pie, en busca del objetivo, pese a todas las dificultades que surjan. De aquí que, aunque la fortaleza sea la virtud cardinal, sólo manifiesta su autenticidad y verdad en la constancia.

Al estudiar con detenimiento estas dos virtudes, encontramos que el peligro no se encuentra tanto en los avatares o acontecimientos que enfrentamos, sino en el sujeto mismo. La constancia, por lo general no vence ningún obstáculo externo, sino que vence mi propio cansancio. Y la fortaleza salva nuestro estado de ánimo temeroso frente a los obstáculos. El mando sobre nosotros mismos, más que un combate contra las circunstancias, ha de luchar contra las condiciones personales.

Ernesto Bolio y Arciniega, director por muchos años del área de Factor Humano del IPADE, suele mencionar que, además de las virtudes, es necesario contar con otros rasgos de personalidad madura, tales como: la visión amplia, la capacidad de establecer amistades profundas, el manejo de las emociones, la capacidad de reflexión y la flexibilidad, entre otras.

Sin estos rasgos de personalidad el director será un obstáculo en la organización. En lugar de ser un ejemplo que inspire, creará ambientes de trabajo disfuncionales, llenos de desánimo, injustos, desleales. El manejo del hombre a través de rasgos de madurez es indispensable para el buen liderazgo, y por lo tanto para el mando propio y de los otros.

Dirigir a hombres libres

El mando sobre los otros exige una cualidad de las relaciones humanas que es la confianza. En este contexto la confianza alude a la virtud necesaria para creer que los demás son capaces de lograr el propósito decidido. Esta convicción en las habilidades de los otros me exige además tener la seguridad de que si no tuvieran las habilidades requeridas para alcanzar la meta, serán capaces de obtenerlas. De tal modo que hay confianza en la capacidad que poseen actualmente para el logro del objetivo, y esperanza en que adquirirán o que están dispuestos a adquirir con el ejercicio, las capacidades entitativas y operativas que se requerirán en el futuro.

Esta confianza en los demás requiere de otras virtudes ya señaladas. Primero, audacia, por el riesgo que implica; y, segundo, humildad, porque no debo verme como un ser superior, sino con la objetividad suficiente para ver mis propias capacidades y debilidades, y luego ser justo ante las de los otros. Atribuirme cualidades superiores a las de los otros no es sólo una falta de humildad, sino una falta de justicia, ya que hago un juicio siendo a la vez juez y parte.

El mando sobre los demás no sólo es una relación de confianza, sino que entraña una dificultad aún mayor para el que manda, que es el que debe mover al otro a que adquiera como suya la decisión que yo he tomado; el director debe mandar, no sólo sobre sí mismo, sino sobre los demás, pero como los demás son también personas libres, que se auto determinan, el mando necesita ser capaz de convencer al otro para que vea en esa meta su propia perfección; este convencimiento será lo que estudiaremos a continuación.

Existen tres modalidades para convencer o motivar al otro de manera objetiva (es decir, sin manipularlo o mentirle); analizarlos nos ayudará a entender por qué el mando sobre otros debe entenderse como motivación.

  • Cómo se ofrece el bien que ha de quererse (mediante la persuasión).
  • Quién ofrece el bien que ha de ser querido (amistad).
  • Cuáles son los bienes que han de quererse o por los que el hombre se ha de mover (bienes necesarios para la felicidad).

La motivación como persuasión

La primera modalidad de la causalidad objetiva es el modo de proponer el objeto, o lo que es lo mismo, cuando se habla de motivar, persuadir significa que se ha de mostrar de una manera determinada y específica la meta propuesta.

Se presenta de esta forma el motivo por el que el objetivo ha de quererse, más que la bondad del mismo. Quien persuade presenta los ángulos atractivos que inciden fundamentalmente en la satisfacción del sujeto a persuadir. De este modo se muestra como necesaria la distinción entre bien y motivo: el primero es bueno indiferentemente de quien lo va a recibir; el motivo, en cambio, se relaciona intrínsecamente con el sujeto que lo ve.

El motivo puede ser una cualidad del objeto, pero es también, y preferentemente, una referencia en su nexo con el sujeto. El bien tiene una dimensión absoluta mientras que el motivo tiene una referencia para con la persona que lo debe querer y en el momento en que se presenta. Podría decirse que a las metas de la organización que son buenas en general debe buscársele la cualidad particular que lo relaciona con la persona que va a llevar a cabo la acción concreta.[3]

Todo motivo entraña una referencia subjetiva. Para Tomás de Aquino <<persuadir es lo mismo que proponer un bien como apetecible>>, <<Persuadir es, por tanto, suscitar en el otro una razón, un motivo, por el que debe elegir el bien propuesto>>.[4]

La otra característica necesaria para que la persuasión sea posible, por parte del sujeto, es la inteligencia humana. Las personas, por su inteligencia, son capaces de analizar el objeto desde diferentes perspectivas; si no fuera así, la persuasión de nuevo resultaría imposible. Pero es un hecho que el hombre delibera antes de tomar una decisión. La voluntad se vuelca sobre lo que le propone el entendimiento, de tal modo que el hombre decide sus objetivos conforme al ángulo que está considerando de ellos.

Shakespeare llevó a la escena el drama de la condición humana en este aspecto. En The Rape of Lucretia presenta la historia del fin de la monarquía romana y el advenimiento de la república, cuando Sexto Tarquino, hijo del último rey, Tarquino el soberbio, cegado por la pasión, viola a Lucrecia, sin atender todos los problemas que causaría su acción. Pero si bien es cierto que la pasión ciega, en el sentido de no considerar los ángulos más importantes y obvios, también es cierto que concentra y agudiza la mirada en aquel punto desde el cual el objeto resulta apetecible. Finalmente, la voluntad –consintiendo el apetito– torcerá al intelecto para atender el ángulo desde el cual el objeto resulta deseable. El hombre no atiende el objeto en su totalidad, y por su capacidad temporal lo analiza de acuerdo al momento por el que atraviesa.

La persuasión consiste en adquirir la habilidad de presentar la bondad del objeto o la meta propuesta cara al sujeto que va a realizarla.

La confianza implica creer que los demás son capaces de lograr el propósito decido. Mi convicción en sus habilidades me exige además tener la seguridad de que si no tienen las habilidades requeridas para alcanzar la meta, serán capaces de obtenerlas.

El valor motivante de la amistad

Hemos estudiado hasta aquí la dualidad objetivo-subjetiva que presenta la persuasión. Es necesario ahora enfrentarnos a un tercer elemento: el sujeto que propone. En efecto, para que exista motivación, no sólo es necesario lo propuesto, ni sólo a quién se propone, sino quién propone. Si bien antes estudiamos la forma de predisponer al objeto y al sujeto, es necesario analizar la intención de fondo que debe tener el que propone, ya que siempre estará la tentación de lograr convencer al otro con el engaño, a través de la manipulación. ¿Cómo puedo lograr predisponer al otro sin manipularlo? A esto sólo existe una respuesta: la amistad.

Lo que podemos exigir a quien nos propone es que nos proponga un objetivo bueno objetivamente, lo que permite plantearse la pregunta: ¿puede darse una motivación objetiva? Lo cual no se encuentra en la técnica, sino en la amistad.

La amistad dispone al amigo para que pueda incidir en el otro, de tal modo que quien debe predisponerse es el propio sujeto que ha de influir en el amigo. Esto se logra en un salir fuera de sí, para lo que se requiere de una persona confiable, coherente y sólida. El liderazgo reside en quien está más atento a la necesidad de los otros. El amigo debe <<querer el bien del amigo, cuidado y previniendo por él y por causa de él>>.[5]

El salir fuera de sí nos conduce a la unión, que consiste en considerar al amigo como otro yo, un alter ipse (otro yo mismo), pero sin reducir esto a un simple gusto sentimental o convivencia deleitable. Se pretende una unión en un plano trascendente, <<querer que el amigo exista y viva; querer el bien para él, y hacerle el bien>>.[6] Pero esta unión no suprime la alteridad. En efecto, queriendo el bien del otro, no sólo busco la complacencia, sino su bien; pero ese bien, en este grado de amistad, no significa necesariamente el mío. Por ello, la amistad es una unión de alteridades, que se instala en las diferencias del fin que se persigue.

El momento en que una persona penetra en el otro es distinto de la persuasión, es una capacidad de inspirar en el otro a través de incidir en él. Se da a través de la inhesión, que es cuando ambos van tras el mismo objetivo. La inhesión no es sólo el conocimiento del otro y el bien que persigue particularmente, aunque pueda recibir ayuda de mi parte, como en la persuasión. Se trata de un incidir en la línea de la voluntad, de tal modo que los dos queremos el mismo objetivo, porque ambos obtenemos el bien, es igual de bueno para cada uno.

El amigo está en el amigo de tal modo que ambos quieren las mismas cosas. Queriendo como propio el mismo bien. Es una inhesión rigurosamente mutua, de tal modo que considero como mías las cosas del otro, y él hace propias mis cosas. <<Si la motivación se entendía hasta aquí como una invasión en la subjetividad del otro, a partir de ahora debe entenderse más bien como el eco en un espacio subjetivo de la resonancia producida en otro espacio subjetivo>>.[7]

Con esto la motivación adquiere un nuevo matiz: el de la co-incidencia, que sería la capacidad de acción asociada en equipo, en donde la motivación se transforma en que unos y otros lleguen a querer lo mismo, y persigue un fin más alto: potenciar la voluntad del otro al unirla con otras voluntades.

Hemos revisado hasta aquí el carácter objetivo-subjetivo de la persuasión, y a quien persuade –el motivador– y su peculiar característica de amistad. Es necesario ahora indagar los bienes motivantes, que son aquellos a los que el hombre debe dirigirse en su actuar.

Los bienes motivantes

Ésta es la tercera y más propia de las formas de causalidad objetiva. Se parte primero del objeto, si éste no fuera bueno las otras causalidades se hallarían carentes de eficacia. En un segundo término hablamos de la persona que motiva, en un grado de inherencia que se da en la amistad. Por último estudiamos el bien que motiva.

Muchos estudios se han realizado respecto de este tema, y muchos también son los listados que presuponen en el hombre una especie de naturaleza en busca de satisfacción de necesidades. Ante esto debemos afirmar que el hombre, a diferencia de los animales, no se guía a través del instinto-respuesta, aunque fuera verdad que tiene necesidades de satisfacer.

Es necesario un nuevo enfoque. Al ser el hombre una naturaleza inacabada, requiere rellenar esos espacios vacíos, lo cual no significa que esté dirigido necesariamente a ellos, ni tampoco que estos se encuentren determinados, como, por ejemplo, para satisfacer el hambre es preciso alimentarse. El hombre no busca sólo, ni preponderantemente, cubrir esas necesidades, sino ser feliz.

El fin natural de la persona es la felicidad. La fuerza motivadora del director lo será en la medida de su capacidad para proporcionar felicidad a sus colaboradores. Y la persona no sólo persigue la felicidad, sino el bien absoluto, único capaz de proporcionar felicidad absoluta.

Pero dado que no es posible alcanzar esa felicidad plena, el problema recae sobre los medios que pueden propiciarla, que son los bienes particulares, a los cuales el hombre puede aspirar. Esta posibilidad de lograr felicidad en el mundo Aristóteles la encuentra en el desarrollo de las virtudes: sólo el hombre virtuoso puede ser feliz, en cuanto perfecciona su naturaleza.

Es el ejercicio de la virtud, así como los bienes que se requieren para este ejercicio, el fin que motiva al hombre a la acción. Ante esto encontramos cuatro requisitos para alcanzar este fin:

  • La orientación de la voluntad. Para lo que se requiere del dominio de las apetencias, que estorban o impiden el ejercicio de la virtud.
  • La salud, condición necesaria que posibilita el actuar.
  • Los bienes exteriores, que son aquellos que se constituyen en instrumentos útiles para la felicidad.
  • Por último, la compañía de los amigos.

En conclusión, la dirección de hombres requiere: a) disponer al objeto para mostrar los aspectos atractivos para el sujeto que va a realizar la acción; b) un líder capaz de inspirar al modo del amigo, es decir que inhiere y quiere como propio lo del otro, haciendo ver así al amigo lo que es conveniente no sólo para él sino para alcanzar el fin propuesto; y c), por último, un fin que permita el desarrollo de la virtud, para que el hombre alcance la felicidad en su perfeccionamiento.

En última instancia el mando de hombres será proponer al otro aquello que en el diagnóstico y la decisión se ha visto como conveniente para el correcto desarrollo de la virtud en el que dirige y en el que colabora, teniendo como fin el perfeccionamiento personal, lo que nos conducirá a la felicidad.

Este nuevo modo de formar personas, y dirigirlas hacia el bien común, es claramente distinto al propuesto por la dirección científica, y más acorde a la realidad flexible, dinámica y creativa que las organizaciones requieren el día de hoy para hacer frente a los retos de una nueva sociedad que se constituye en torno al desarrollo de la persona.

Publicado originalmente en la revista ISTMO en enero 2012, Edición especial Alta Dirección.

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[1] Polo, Leonardo y Llano, Carlos (1997), Antropología de la acción directiva, Aedos, Madrid, p.113.

[2] Bolio y Arciniega, Ernesto (1977), <<Personalidad madura>>, ISTMO 112. México, D.F.

[3] Cfr. Llano Carlos (1990), El empresario ante la motivación y la responsabilidad, Mc Graw Hill, México, p.19

[4] Ibid, p.20

[5] Ibid, p.36.

[6] Ibid, p.37.

[7] Ibid, p.40.

Topics: Persona humana, Libertad Humana, Ser Humano, Antropología Filosófica

Ricardo Murcio

Escrito por Ricardo Murcio

Profesor de las áreas de Empresa-Familia y de Factor Humano del IPADE. Es máster y doctor en Gobierno y Cultura de las Organizaciones por la Universidad de Navarra. Es máster en Dirección de Empresas por el IPADE y licenciado en Filosofía por la Universidad Panamericana. Fue Director Corporativo del MEDE y director de las áreas de Empresa-Familia y de Factor Humano del IPADE. Es consultor de empresas familiares, participando en distintos consejos de administración y de familia. Cuenta con experiencia directiva en Grupo Posadas, fue director académico del Colegio Superior de Gastronomía y ha realizado labor docente en diferentes universidades.

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