En mis años de estudiante en las Universidades de Barcelona y de Valencia (1970-75), la vida académica estaba habitualmente alterada por el movimiento estudiantil, en una lucha romántica en favor de la libertad y de la democracia y en contra del régimen autoritario del general Franco, que iba declinando paulatinamente.
En otoño de 1973, anotaba en un cuaderno con cierta pedantería juvenil: “En el momento presente la filosofía, en cuanto actividad, se nos presenta como cerrada sobre ella misma. La tarea de la filosofía consiste, de hecho, en una tarea crítica acerca de lo que los filósofos han dicho o han escrito. Estamos así ante una filosofía crítica que toma por objeto de su investigación los textos de los filósofos. Frente a ésta, se abre la posibilidad de una filosofía especulativa, cuyo objeto no sea lo que dijeron los filósofos sobre la realidad, sino la realidad misma”. Quizás hoy podría decirse lo mismo que hace 40 años sobre la filosofía académica, incluso puede que ahora con más motivo.
La certeza lleva a la violencia
Parafraseando a T.S. Eliot, podríamos preguntarnos que ha pasado con la filosofía, que se ha reducido en tantos casos a tediosa erudición. Para mí la filosofía no es -ni puede ser- un mero ejercicio académico, sino un instrumento para la progresiva reconstrucción crítica y razonable de la práctica cotidiana, del vivir. En un mundo en el que la vida diaria se encuentra casi siempre del todo alejada del examen inteligente de uno mismo, una filosofía que se aparte de los genuinos problemas humanos -tal como ha hecho buena parte de la filosofía contemporánea- es un lujo que no podemos permitirnos. “Hoy -escribía Thoreau en 1854- hay profesores de filosofía, pero no filósofos. Y sin embargo es admirable enseñarla porque en un tiempo no lo fue menos vivirla. […] El filósofo va por delante de su época incluso en su forma de vivir”.
La materia que más me interesó a lo largo de mis estudios fue la filosofía del lenguaje, porque en el lenguaje descubría la experiencia viva de la libertad humana. Me adentré en la tradición analítica (John L. Austin, Ludwig Wittgestein, Willard V. O. Quine, Saul Kripke, Hillary Putnam) porque aquellos autores habían estudiado el lenguaje como algo vivo, como una práctica comunicativa entre los seres humanos. Poco a poco fui orientando mi investigación hacia la tradición pragmatista porque descubrí que estos filósofos habían reaccionado en contra del racionalismo dominante en el siglo XIX -fruto de su reflexión sobre las prácticas vitales humanas- de hacer más luminosa y comprensible nuestra vida. Suele situarse el origen del pragmatismo norteamericano en las reuniones regulares de un grupo extraordinario de jóvenes a principios de la década de 1870 en Cambridge, Massachussets: Charles S. Peirce (1839-1914), William James (1842-1910), Oliver Wendell Holmes, Jr. (1841-1935) y otros más. Louis Menand publicó en 2001 un libro magnífico y accesible -puede ser leído como una novela y está traducido al español (El club de los metafísicos, Historia de las ideas en América, Destino, Barcelona, 2002)- sobre este grupo excepcional de pensadores que tanto impacto tuvo en la cultura norteamericana y, por consiguiente, en la cultura occidental.
La primera parte de ese libro está dedicada a la figura de Oliver Wendell Holmes, Jr. que es uno de los autores más citados en la jurisprudencia norteamericana. Su lema “La vida de la ley no ha sido la lógica, sino la experiencia” refleja bien la pertinencia de su mención aquí, pues en mi proceso formativo el estudio del lenguaje evolucionó también de la lógica a la vida, de la teoría a la experiencia, de la reflexión a la acción.
“La lección que Holmes aprendió de la guerra -escribe Menand- puede ser resumida en una sola frase: “la certeza lleva a la violencia”. En este sentido, me gusta destacar que el pragmatismo es un pensamiento que nace de la traumática experiencia de la sangrienta guerra civil norteamericana (1861-65) en la que -entre otras cosas- estaba en juego una idea: la abolición o no de la esclavitud. La convicción que estos hombres compartían era que nuestras teorías -como los artefactos que fabricamos- son construidas por nosotros, y que su supervivencia depende no de su inmutabilidad, sino de su adaptación a un entorno cambiante. Esto no significa que nuestras teorías sean arbitrarias o que no puedan ser mejores o peores. Al contrario, el que nuestras teorías sean creaciones humanas significa que pueden -¡deben!- ser reemplazadas, corregidas y mejoradas conforme descubramos versiones mejores o más refinadas: ese es el corazón de una sociedad democrática y es el motor de mi reflexión vital.
Además de impartir clases de filosofía del lenguaje, durante más de veinticinco años he venido dando cursos de “Metodología de la investigación”, centrados en particular en cómo hacer una tesis doctoral. Publiqué un libro titulado El taller de la filosofía. Una introducción a la escritura filosofía, que está en su quinta edición, y estuve diez años al frente de una de las revistas de filosofía en lengua castellana más acreditadas Anuario Filosófico. Me parece que estos datos personales pueden servir para contextualizar mi reflexión, pues durante todos estos años entendí que investigar en filosofía consistía básicamente en escribir, esto es, en publicar. Para quien desee hacer carrera académica -repetía yo a mis estudiantes con el lema norteamericano- no hay otra alternativa: to publish or to perish!
La investigación inútil
Pero en los últimos años han coincidido varios factores que me han llevado a cuestionar esa convicción tantas veces enseñada. Por una parte, las declaraciones de muchos humanistas -que hace un balance muy negativo de los que pasa hoy en día por “investigación” en las humanidades; por otra, la dramática mercantilización de buena parte de la enseñanza universitaria, incluidos los cursos de filosofía. El tercer elemento han sido las frecuentes conversaciones con doctorandos y colegas en las que -como suelo hacer siempre- les invitaba a pensar, a acercar su pensamiento a su vida, a intentar articular inteligentemente la erudición y la creatividad, a procurar integrar la dilucidación histórica con los problemas que acucian hoy a nuestra sociedad. Siempre he pensado que esta es la manera más responsable de hacer filosofía.
En un mundo como el nuestro, en el que la vida de tantas personas y organizaciones se encuentra -casi siempre- alejada del examen inteligente de uno mismo y de lo que acontece en la sociedad, no podemos permitirnos una filosofía que se aparte de los verdaderos problemas humanos, tal como ha hecho buena parte de la filosofía moderna. Cuántas veces habré citado la afirmación de Husserl de que quienes nos dedicamos a cultivar el pensamiento somos los “funcionarios -los servidores- de la humanidad”: tenemos como misión propia el mantener vivos la libertad de espíritu, el afán por la justicia y la paz, el cultivo de las ansias de comprender que albergan los corazones humanos.
Tal como veo yo las cosas, aunque para quien tiene el poder resulta muy cómodo mantener una radical separación entre ciencia y valores, entre la verdad y la voluntad, mantener un desgarro así entre lo fáctico y lo normativo resulta a la postre insoportable. Los seres humanos anhelamos una razonable integración de las diversas facetas de las cosas y quizá, sobre todo, de los diversos aspectos de nuestro vivir. La contradicción flagrante desquicia nuestra razón, hace saltar las bisagras de nuestros razonamientos y, finalmente, bloquea el diálogo y la comunicación.
Por eso, me parece importantísimo recuperar el lugar de la verdad en el debate público. Precisamente, la intuición central de John Dewey, el filósofo de la educación democrática, es que las cuestiones éticas y sociales no han de quedar sustraídas a la razón humana para ser transferidas a instancias religiosas o a otras autoridades. La aplicación de la inteligencia a los problemas morales y sociales es en sí misma una obligación moral. La misma razón humana, que con tanto éxito se ha aplicado a las más diversas ramas científicas, se ha de aplicar también a arrojar luz sobre la mejor manera de organizar la convivencia social.
Mantener a raya la barbarie
Me gusta recordar las palabras finales de la famosa conferencia de Husserl en Viena el 10 de mayo de 1935. “La crisis de la existencia europea solo tiene dos salidas: la decadencia de Europa, alienada de su propio sentido racional de la vida, [con la consiguiente] caída en el odio del espíritu y la barbarie, o el renacimiento de Europa desde el espíritu de la filosofía mediante un heroísmo de la razón que supere definitivamente el naturalismo”. Han pasado 80 años desde aquellas memorables palabras. Europa atravesó la penosa experiencia de una terrible nueva guerra mundial y el horror del Holocausto. Sin embargo, son bastantes los elementos que llevan a pensar que la avanzada sociedad occidental sigue hoy en aquella peligrosa situación, caracterizada por una radical desconfianza hacia la razón libre, el pensamiento independiente y, por supuesto, el desprecio hacia las humanidades en general.
Esto se reduce en multitud de elementos que afectan a la educación en todos sus niveles: desde la eliminación en los sistemas educativos de aquello que John Henry Newman llamó la liberal education hasta el predominio de las “habilidades” y “competencias” utilitaristas y prácticas en lugar de la lectura, el estudio y la reflexión que siempre caracterizaron a los verdaderamente sabios. Muchas veces pienso que quienes hoy en día cultivamos las humanidades nos asemejamos cada vez más a los monjes del Medievo, rodeados de una barbarie agresiva que ignora casi por completo la cultura, tal como preconizan tantas novelas de ciencia ficción.
Todo esto viene a cuento de la pregunta sobre qué es hoy -y qué debería ser- investigar en filosofía y, por tanto, qué debo enseñar cuando enseño a investigar. Sin duda, una parte de la reflexión filosófica ha sido siempre la erudición histórica, esto es, la comprensión de por qué tal pensador afirmó una determinada tesis en un contexto concreto. En este sentido, a menudo pienso que la mayor parte de esas investigaciones eruditas -incluidos, por supuesto, los artículos que se publican en las más acreditadas revistas de filosofía -sólo interesan a sus propios autores, que buscan con esas publicaciones su promoción profesional, la obtención de una plaza o los llamados “sexenios de investigación”; esto es, un completo retributivo. Todo ello es comprensible y, por supuesto, del todo legítimo, pero no tiene nada que ver con la filosofía en su sentido más íntimo.
En algunos de esos casos, si la investigación se hace bien, puede decirse que amplía nuestro conocimiento, pues acumula nuevos datos y nuevas interpretaciones, que quizás en un futuro puedan servir a otros para cambiar quizás incluso por completo la comprensión de ese campo. Ésta es la tradición de investigación en humanidades, la scholarship, que consiste en el estudio de unos autores, en el aprendizaje de unas técnicas y estilos de investigación, en la exploración de unos problemas tradicionales o en ocasiones novedosos. En mi curso de metodología suelo leer el severo juicio de George Steiner en Presencias reales en humanidades “la noción misma de investigación está viciada por el postulado a todas luces falso según el cual decenas de miles de jóvenes tendrán algo nuevo y acertado que decir sobre Shakespeare, Keats o Flaubert. De hecho, el grueso de la “investigación” doctoral y postdoctoral en literatura y las publicaciones engendradas por ella no constituyen otra cosa más que un gris marasmo (…) En todas las áreas, menos la estrictamente filológico-histórica, la fabricación de “investigación” humanística es precisamente eso, fabricación. Las ilusiones resultantes de la Academia son calamitosas”.
Yo no soy tan pesimista, pero estoy persuadido de que la erudición sola no basta. Hoy en día a los filósofos se nos piden “resultados de investigación” y los resultados son publicaciones en revistas acreditadas internacionalmente; si es posible, que tengan una evaluación de su impacto, esto es, del número de citas posteriores que reciben de otros colegas.
¿Tiene sentido esta asimilación del pensamiento filosófico a las pautas cuantitativistas que rigen las subvenciones en el ámbito de la medicina o la química? Y, más radicalmente, ¿es eso investigación? ¿Investigamos para aprender o para descubrir algo nuevo? Investigar lo ya conocido equivale simplemente a estudiar.
Filosofía para transformar el mundo
En puridad, la investigación a de ser la respuesta novedosa e inteligente, individual o colectiva, a los problemas que nos acucian. Pero, ¿hay problemas filosóficos que acucien a nuestra sociedad? Más aún, ¿qué es un problema filosófico? Y ¿tienen esos problemas alguna característica que los haga filosóficos? A Hilary Putnam le gusta recordar en expresión de Stanley Cavell que la filosofía es básicamente education for grown-ups, es decir, educación para gente adulta.
Algunos de mis colegas dicen que basta con que los filósofos despertemos a los demás ciudadanos, invitándoles a reflexionar, pero a mi eso no me parece suficiente. Pienso que debemos enseñar la cuestión decisiva que es siempre la de cómo vivir; cómo llevar las riendas de nuestra vida, con arreglo a qué criterios razonables conducirla.
Hablando con unos colegas chilenos me hacían ver que la asombrosa especialización de la filosofía -como la de tantos otros saberes- es probablemente una de las causas de la transformación de buena parte de la investigación filosófica en erudición, pero también que un buen filósofo de estirpe socrática ha de sentirse vocacionalmente llamado a velar por la ciudad -como el tábano sobre el caballo- para que se amodorre. Hoy en día se hará esto a través de la prensa, la televisión o un blog en internet. Habrá, por tanto, que escribir artículos superespecializados en revistas de alta consideración académica y a la vez empeñarse por estar en los medios de comunicación y en las llamadas redes sociales respondiendo lo mejor que podamos a las inquietudes de nuestros ciudadanos.
Pero, ¿es esto suficiente? Esto me parece a mí más bien sólo un parche o un remedio. No puedo quitar de mi cabeza la tesis XI de Marx sobre Feuerbach: “Los filósofos hasta el momento no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata ahora es de transformarlo”. Estoy persuadido de que hay que pensar y encontrar nuevas maneras de hacerlo -o al menos intentarlo- en este mundo global: en todo caso, no basta con escribir libros o artículos que vayan a leer unos pocos. Siempre sueño con que entre mis alumnos, doctorandos o lectores en general se encuentran aquellas personas jóvenes, inteligentes y con el corazón grande, capaces de llevar a cabo esa formidable y magnífica tarea.
Tal como veo yo las cosas, una vida genuinamente intelectual -más aún, la de quienes se dedican a la filosofía -ha de intentar articularse unitariamente entre dos polos: por una parte el estudio, el rigor, la lógica y la erudición, y, por otra parte, el interés humano, lo vital. Para ser filósofo y hacer filosofía en el siglo XXI es indispensable empeñarse en articular unitariamente pensamiento y vida. En nuestra vida como filósofos y, a la vez, profesores de filosofía, tenemos que integrar en un único campo de actividad aquellos dos conceptos kantianos de la filosofía, como Schulbegriff (filosofía académica) y Weltbegriff (filosofía vital o mundana). Aprendí de Hilary Putnam que una filosofía viva –al igual que un campo magnético- se alimenta precisamente de la tensión entre esos dos polos: hemos de prestar atención, por un lado, a la erudición, a la publicación de trabajos en revistas especializadas pero, por otro, hemos de escuchar también los gritos de la humanidad y tratar de ayudar a nuestros congéneres con soluciones inteligentes, participando personalmente en los debates actuales. Por supuesto, hay una tensión entre ambos polos, pero esta tensión es la que hace que salte la chispa que enciende y da luz y calor.
Me parece a mí que precisamente en la gente joven, en los estudiantes, podemos encontrar una síntesis de ambos polos, de pensamiento y vida, de teoría y práctica: están ansiosos de aprender y su aprendizaje sólo es posible -eso es, la filosofía sólo llegará a ser significativa en sus vidas- si la filosofía vive realmente en quienes la enseñamos. La filosofía es siempre teoría que ilumina la vida, luz que posibilita nuestro caminar hacia la salida de la caverna.
Publicado originalmente en la revista ISTMO No. 347 diciembre-enero 2017