Filosofía

Los dominios que debemos lograr en el campo afectivo

[fa icon="calendar"] 29/04/20 11:08 / por Laura Cremades Granja

 

Carlos Llano Cátedra UP-IPADE

Llano analiza lo siguiente: ¿Cuáles son aquellos impulsos pasionales, aquello sentimientos, cuyo dominio, una vez alcanzado, facilita o produce el dominio sobre los demás? La cuestión es tan importante como difícil. Después de una larga reflexión y atendiendo a los estudios humanistas clásicos de mayor garantía, nos parece estar en condiciones de contestar que los impulsos cuya dominación es decisiva para desencadenar el propio señorío son los siguientes:

 

a) Dominio del miedo a perder la vida: Ha de advertirse que el miedo a perder la vida, en el sentido más literal, no sólo aparece ante el peligro de muerte real, sino incluso ante la muerte pensada; a tal punto que el hombre huye del pensamiento de la propia muerte tanto como de ella misma… Es en el pensamiento de ella (de la muerte y de que seguro voy a morir) donde el autodominio cobra su expresión más alta. Quien es capaz de dominar el temor a la muerte ha adquirido la capacidad de dominar cualquier otro sentimiento, que podría verse siempre bajo la perspectiva de su esencial caducidad: ningún sentimiento, por doloroso que se presente, ha de perturbarme, ya que no me perturba el macabro sentimiento que hace brotar en mí el pensamiento de mi propio morirme” (Llano cita a Séneca, UNAM, México, 1951, IV: “No puede llevar una vida tranquila quien se preocupa excesivamente de alargarla. Hazte agradable la vida dejando de preocuparte por ella… quien desprecia su propia vida es dueño de la tuya”). “Entiéndase bien que, como ya se explicó respecto a otros sentimientos, el dominio del miedo a la muerte no significa la supresión del miedo, sino el conducirme ante él como si no existiese (no la muerte, sino el miedo). Este dominio, en el sentido de comportarse como si no le tuviese miedo al morir, se hace valedero precisamente cuando, pese a la presencia del temor a morirme, no eluda el pensamiento de la propia muerte, sino que pienso en ella con la misma detención y detalle con qué pensaría si no tuviese tal temor (lo cual, evidentemente, no sucede). Entonces me encuentro en condiciones de orientar el miedo a la muerte de una manera metafísica y cristiana. No se trata de un juego de la imaginación, sino del encararnos vitalmente con algo de crucial importancia para mi existencia, como es la cuestión de su término. El autodominio frente al miedo a la muerte me reviste de un coraje que me prepara para el señorío de mí, ante cualquier otro sentimiento que difícilmente podrá alcanzar el vigor de aquél”.

 

b) Dominio de la tendencia al placer del comer y del beber. “La tendencia a las realidades materiales que nos permiten subsistir es tan fuerte e intensa –vehemente, dijimos- como la apetencia misma a la vida. La intensidad del placer en la comida y la bebida parece tergiversar nuestra necesidad del propio dominio: es al revés, el apetito es el que nos domina. No dejarse arrastrar por ese apetito, sino mantener nuestra propia condición espiritual humana en el vértigo mismo de tan perentoria necesidad es un ejercicio que nos prepara también para cualquier otra suerte de señorío... en medio de la tendencia y del placer (sin cancelarlos obviamente)… Servirse de la comida y la bebida como un instrumento para el propio subsistir (como para vivir) y no como una finalidad suya (vivo para comer). Esta diversa actitud frente a los mismos objetos –no son finalidad sino instrumentos- es la versión psíquica del carácter, en donde el hombre se mantiene como superior o señor de aquello mismo que necesita: porque él consigue necesitarlo no como finalidad, sino como medio, preparándose así para adoptar esta postura ante cualquier otra necesidad, que no será nunca tan fuerte ni tan intensa; porque no ha dominado con esa acción algo específico, sino que se ha dominado a sí mismo ante la impulsiva fuerza de su propia tendencia”.

 

c) Dominio de la tendencia al placer sexual. “La tendencia al placer venéreo, según los estudios clásicos, es tan intensa que hace perder el entendimiento. También ahí el hombre debe ser dueño de sí, aun cuando parece que en tal situación el hombre es más bien llevado o arrastrado por el placer en vez de conservar el señorío sobre él… El hombre (o la mujer) domina el acto sexual, en el momento mismo de su irrefrenable impulso, cuando no cosifica a su cónyuge convirtiendo a la persona que es en un objeto de placer. Cuando, en suma, considera a la persona como tal, con su dignidad y respeto inherentes”, y con sus compromisos y responsabilidades. “El placer y el dolor no destruyen ni perturban toda clase de juicio, por ejemplo, el de si los ángulos del triángulo valen o no dos rectos, sino los prácticos, que se refieren a la actuación. En efecto, los principios de la acción son los fines por los cuales se obra; pero el hombre corrompido por el placer o el dolor, pierde la percepción clara del principio y ya no ve la necesidad de elegirlo todo y hacerlo con vistas a tal fin. El vicio destruye el principio. […] La unión corporal del hombre y la mujer tiene un claro sentido racional que nunca debe perderse. Por un lado, es la expresión material de un amor espiritual y personal que reviste la misma fuerza, intimidad, totalidad y profundidad que el amor carnal materializado en esa unión corporal. El respeto a la mujer o, en el caso de ésta, al hombre, implica que el amor carnal no se agote en sí mismo, sino que sea el trasunto, desfogue e intensificación del amor espiritual que como personas se tienen y se poseen a sí mismas. Cuando el acto conyugal se desgaja del amor espiritual que le corresponde, rompiéndose la unidad hilemórfica natural (materia y espíritu) de los cónyuges, éstos no se tratan ya como personas, sino como cosas. Tan crasa corporalización del amor, en su sentido más negativo, significa la pérdida del dominio del espíritu sobre el cuerpo. Como se sabe, el lujurioso es un hombre sin carácter. […] Pero, por otro lado, la unión conyugal tiene como finalidad racional evidente la propagación de la especie humana, debido a la fecundidad propia de esa unión. Cuando la finalidad natural racional queda desplazada por el placer, acontece algo similar a lo que ya advertimos para el caso del alimento: el medio, el incentivo, la motivación se convierte en finalidad. Esta tergiversación del medio erigido en fin constituye, paralelamente, una pérdida del dominio del acto. En efecto, su estructura racional e inteligible se supedita a los términos puramente sensibles del mismo. El siervo se ha convertido en señor, con la aquiescencia del propio señor que acepta como esclavo esta tergiversación”.

 

d) Dominio de la tendencia a la manifestación del enojo. “La tendencia a la manifestación del enojo tiene importancia por su cotidianidad y por la gravedad de sus consecuencias. Puede decirse fríamente que buena parte, si no la totalidad, de las dificultades que surgen en las relaciones humanas, especialmente entre las más frecuentes y estrechas, deriva de la falta de dominio de esta tendencia, que presenta al hombre con muy diversas manifestaciones: airado, regañón, malhumorado, cortante, introvertido, triste… […] Se da aquí una suerte de cosificación del otro. La relación de enojo tiene que hacerse con otra persona (sólo en casos patológicos los hombres se enfadan con los animales y las cosas). Pero, necesitando de la persona como destinatario de las relaciones, el enojo, enfado o mal humor produce el artilugio de no tratarla ya como persona, sino como objeto de ira y de mal humor. Ocurre aquí como el calco de la pérdida de dominio en el deseo sexual, en el que, paralelamente, se requiere la persona; pero se requiere justo para convertirla en cosa. […] Es imposible que en una relación cotidiana estrecha no aparezca el enojo, sea que determinadas circunstancias produzcan un impulso de ira que requiere desahogarse en una persona cualquiera, sea que una persona determinada constituya la causa o razón del enojo y aparezca simultáneamente la necesidad de extraversión del enojo ante ella misma… El primer caso… implica mayor degradación que el segundo. […] El dominio de la tendencia a la manifestación del enojo debe atacarse en el primer grado –la persona es sólo desahogo-, para acceder luego al ataque del segundo –la persona es desahogo por haber sido, real o presuntamente, causa del enojo que se desahoga. […] Nadie puede reprimir el sentimiento del enojo. Lo que el hombre sí puede hacer, y está en sus manos hacerlo, es actuar como si no estuviera enojado… La transformación del enojo interno en cariñosa sonrisa externa es una forma señera de dominio a la que el hombre puede llegar a habituarse. No se trata de perfeccionar las técnicas histriónicas ni de engrosar las dosis de cinismo. Puede transformarse el enojo en sonrisa cuando el hombre, por medio de la autopersuasión se convence a sí mismo de que la persona destinataria del enojo es más profundamente objeto de su amor que de su ira. Con una diferencia fundamental que debe mantenerse expresa: no soy dueño de mi ira –que es, al fin y al cabo, un producto sentimental- pero sí soy dueño de mi amor, que pertenece a mi voluntad –de la que no sólo soy dueño sino que ella misma es dueña de sí misma”.

Escrito bajo la dirección de Arturo Picos, director de la Cátedra UP-IPADE Carlos Llano

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Topics: Virtudes, Dominio sobre las pasiones, autodominio

Laura Cremades Granja

Escrito por Laura Cremades Granja

Colabora con diferentes universidades y programas educativos tanto de manera presencial como en línea. Egresada del MEDE del IPADE, Maestría en Educación Familiar por la Universidad Panamericana, Diplomado en Finanzas por el Instituto Tecnológico Autónomo de México, Ingeniera Biomédica por la Universidad Iberoamericana. Tiene experiencia trabajando en finanzas, planeación y capacitación en diferentes empresas del sector privado, social y gubernamental.

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