Filosofía

Ética en la universidad: un programa viable parte 2

[fa icon="calendar"] 29/01/18 9:00 / por Carlos Llano Cifuentes

 

Lunes29 (1)

Esta es la parte 2 de 2 que publicaremos de este mismo apartado.

La preocupación por los demás

Es aquí donde el limpio, racional y aun profundo discurso de Bok (presidente de Harvard University 1971-1991) encuentra uno de sus más graves tropiezos. Pues se ve forzado a reconocer que “la educación no proporciona por sí sola automáticamente suficientes experiencias” que desarrollen la responsabilidad moral de los alumnos, cuyo centro neurálgico es, como se sabe, la preocupación por los intereses de los otros, además de la que ya tenemos por los nuestros. Confiesa que “frecuentemente, los alumnos siguen sus estudios para estar en competencia con sus compañeros, a fin de obtener calificaciones que les darán la posibilidad de ingresar a mejores universidades de postgrado”. (Y podríamos añadir que, en las propias escuelas de postgrado, incluyendo las de Harvard, la competencia se hace más aguda en busca de acceso a los mejores puestos de trabajo).

Este sistema de educación motivada por la competitividad es, dice, y con razón, proclive a “aislar a las personas unas de otras en lugar de fortalecer su sentido de responsabilidad hacia los demás”.

No obstante este acertado diagnóstico, la propuesta de Bok y ya veremos que ello se reitera en otros aspectos clave de su programa no va al centro del problema, proponiendo otro sistema de educación que propicie la solidaridad y no la competencia, sin que, respetando el sistema actual (como si fuera inamovible), su recomendación es que “este peligro puede combatirse con las actividades extracurriculares en las que los participantes se involucran en relaciones de colaboración”. El remedio es demasiado simple, a nuestro juicio, para que sea afectivo: el espíritu de competencia que se desarrolla en la educación formal y curricular será apaciguado por la solidaridad que se despierta en la educación informal y extracurricular. No estamos en contra, evidentemente, de la larga tradición con que Harvard cuenta respecto del servicio comunitario propiciado para los estudiantes, lo que afirmamos es su insuficiencia: no bastan unos veranos de servicio social para compensar toda una carrera y aun toda una vida de competencia descarnada. Lo que deben cambiarse son los incentivos de la educación, aunque no sobren los accidentes de solidaridad extracurriculares.

Las normas éticas de la institución

Mal se educarán en sus obligaciones éticas, asevera con acierto el Presidente de Harvard University (Derek Bok), los estudiantes de una institución si ésta no cumple con las obligaciones morales que le corresponden. Los directivos de la universidad, los administradores y los miembros del cuerpo docente, los que sustentan, pues, el poder formal, han de gobernar moralmente bien “para poder ganarse el respeto de los demás”. Ello no significa que todas sus decisiones hayan de ser populares ni despierten nunca la sospecha o el resentimiento de algunos. Pero sí comporta la exigencia de que las autoridades universitarias se vean precisadas a explicar sus políticas y a responder a las críticas que se les hagan.

El ambiente de la institución

No sólo en las normas éticas institucionales encuentra Bok un válido factor educativo de la moral para los estudiantes: también en el ambiente implícito en los mensajes de comportamiento se halla un alto coeficiente de educación o de depreciación moral. Aquí se alude, como era de esperarse, a la importancia de la formación del carácter por encima de las habilidades intelectuales (ya dijo Emerson a sus compatriotas que el carácter es superior a la inteligencia). Es, antes que nada, la conducta del profesor la que muestra si lo apropiado es “interesarse por otros” o si deben centrarse en el interés “en nadie más que en uno mismo”. Pero aquí también el discurso encuentra serios obstáculos para llegar a sus últimas conclusiones. Si, como se dijo, la tradición universitaria de Harvard buscaba la formación del carácter y si para ello un medio imprescindible de contar con profesores que puedan transmitir por contagio el carácter que ha de procurarse, la lógica consecuencia sería la de incorporar este tipo de profesorado en el cuerpo docente. Sin embargo, la línea de pensamiento de Bok se ve abruptamente desviada: “el fuerte compromiso ante la libertad académica nos impide [a las autoridades] tratar de influir en los puntos de vista de los miembros del cuerpo docente, incluso si algún profesor expresa opiniones éticas extravagantes o si menosprecia abiertamente os valores morales”. Lo que se podría ganar, pues, en los cursos –electivos por lo general– de razonamiento ético, puede perderse en el ambiente –ya no electivo sino contagioso por necesidad– propiciado por profesores que carecen de principios morales, en virtud de la libertad de cátedra. Derek Bok encuentra el consuelo, como ocurre cuando se relativizan los principios morales, en las estadísticas: “Las universidades han abandonado casi totalmente el intento de seleccionar a sus profesores con base en su carácter moral”, “se resistirían a tratar de alterar esta práctica, temiendo que la calidad académica pudiera resentirse y el carácter se convirtiera fácilmente en el pretexto para discriminar candidatos (que provienen de diferentes grupos étnicos o que tienen ideas controvertidas)”; “como asunto práctico, es muy difícil evaluar algo tan evasivo como el carácter”. Bok abandona así esa idea, fundamental para la renovación ética en la enseñanza: la consideración del maestro como principio de ejemplaridad más que como transmisor de conocimientos. Puede admitirse pacíficamente que esta ejemplaridad es la mejor alternativa deontológica (relativo al deber) contra el experimentalismo, que convertirá a los alumnos en campo de experimentación con vistas a probables resultados futuros, alternativa imprescindible si se piensa que el objetivo primario de la docencia, según la inspiración fundacional de la propia Harvard University, es la transmisión de valores.

Pero Bok, en este punto crucial, admite sólo lo más básico: que exista “un cierto control” sobre las personas que tienen “la mayor influencia en las vidas de los estudiantes”; y encuentra su justificación en una circunstancia fáctica y afortunada: “la mayoría de los miembros del cuerpo docente tienen altas normas de rectitud, integridad, y servicio a los demás”. Pero, a la luz de lo que acaba de afirmarse –que no se puede seleccionar a un profesor por algo tan deletéreo como el carácter–, habrá que pensar que esa circunstancia fáctica, con ser afortunada, es enteramente casual.

Parece que el propio Presidente se percata de la debilidad o infundamentación de su proceso de pensamiento, pues acude, como antes, a un sistema compensatorio (ya que no puede escogerse por su carácter moral a los profesores, hagámoslo “con otras personas que están en contacto con la vida del estudiante: directores, administrativos, entrenadores deportivos, jefes de residencias, etc.), y a una clara y directa racionalización: “uno puede aprender de los malos ejemplos tanto como de los buenos”: “Un ambiente moralmente perfecto puede ser una deficiente preparación para entrar en un mundo real”; para concluir: “lo destructivo no es que ocurran actos inmorales, sino el que la dirección esté dispuesta a ignorarlos”.

No nos convence el argumento: en el mundo real, como aquí se dice, proliferan los actos inmorales; permitamos, por tanto, que los estudiantes se entrenen en esa inmoralidad, aunque sea en dosis controladas. No es difícil adivinar que si en el mundo adulto abunda la inmoralidad es, en buena parte, porque hay presidentes de universidad que piensan de esa manera y proclaman su pensamiento en el acto más importante de la vida académica. Este pensamiento, descarnadamente sintetizado, viene a resumirse así: no podemos evitar que en nuestro cuerpo académico se inserten personas inmorales, pero no ignoremos las inmoralidades que cometan.

Reconsideración

He aquí, pues, los puntos del programa ofrecido por Derek Bok, para la transformación ética de la universidad más prestigiada del mundo: introducir a los estudiantes a la plataforma ética de la universidad incorporar la enseñanza del razonamiento ético en el plan de estudios, suscitar extracurricularmente los servicios a la comunidad, mantener vivas las normas éticas de la institución y controlar a posteriori, la salud moral de la misma. ¿Es un programa suficiente? o ¿es un programa suficiente para la renovación no ya de la Universidad sino de la comunidad social? Debe reconocerse que hay en Bok una actitud valiente al abordar el tema de una manera directa y desde su silla; pero ha de reconocerse que, como hemos visto, le falta agresividad para llegar al centro del problema.

El mismo confiesa contar como auditorio con personas que “temen que cualquier esfuerzo por fortalecer los niveles éticos va a implicar como resultado una indoctrinación”. “Nada, dice, de lo que he mencionado deberá comprometer…el respeto a la libertad de cada estudiante para expresar cualquier opinión… sobre cuestiones morales, políticas, sociales y estéticas. Esta es la razón por la que las doctrinas religiosas, aun cuando sean importantes para guiar las creencias éticas de los estudiantes, nunca podrán ser adoptadas por una universidad seglar como base de su programa de educación moral”.

Parece que, de la mano de Bok, nos encontramos en un callejón sin salida, pero en realidad caminamos con él sobre un círculo vicioso: la inmoralidad del ambiente –como lo ha puesto en evidencia Allan Bloom– proviene del relativismo de los valores morales; pero la moralización de la universidad debe mantener como principio esa misma relatividad de los valores que es el origen de la inmoralidad.

Por ello, Bok termina afirmando: lo que sí puede hacer la institución es “persuadir a los estudiantes a adherirse a las normas éticas básicas”, esas normas que “han comprobado ser virtualmente esenciales a todas las sociedades civilizadas”; a “los valores básicos” que “no sólo son principios esenciales de la sociedad civilizadas, sino que son valores de los cuales dependen finalmente la enseñanza y la investigación”, tareas institucionales de la universidad. ¿Cuáles son estos valores básicos, estos principios esenciales, esas normas que son fundamento de la sociedad y de la universidad? Derek Bok nos da por dos veces una misma lista, sin pretensiones exhaustivas: honestidad, no violencia, cumplimiento de las promesas, libertad de expresión, respecto de la propiedad y de otros intereses legítimos. Si la universidad no defiende tales principios, afirma con toda razón, el estudiante recibirá el mensaje de que estos principios tiene una validez discutible y se encontrará “en menor posibilidad de adquirir las convicciones éticas propias”. Le falta a Bok, sin embargo, una declaración explícita muy firme de cuáles son esos principios para su institución, en lugar de mencionarlos sólo como ejemplos. Es cierto que cada persona debe hacer propios los principios básicos de la conducta humana; pero ello es también verdadero para cada institución: debe definir cuáles son los principios éticos en los que se asienta; al punto que sin ello no cabe hablar de institución propiamente. Esta necesaria enumeración o declaración de principios éticos no satisfacerá, evidentemente, los gustos de todos, pero resulta imprescindible para saber en dónde están para Harvard esos valores morales universales dentro de los que se enmarcará y a los que se dirigirá su labor universitaria. El darlos por supuesto es, ya, un mal comienzo. Esta precisión en la exposición de principios podrá ser vista por algunos como una imposición; pero dejar de hacerlo es optar mal por la libertad antes que por la verdad.

Conclusiones

Es muy difícil, como se ve, afrontar el gran problema de revivir la enseñanza de la ética en una universidad, partiendo de principios que deban ser aceptados por todos, incluso por aquéllos que carecen del menor sentido ético; es muy difícil elaborar un programa ético sin comprometerse con un concepto del hombres, del que partan las leyes –normas, virtudes y valores– que señalen su pleno desarrollo; es muy difícil enseñar el razonamiento ético prescindiendo de todo credo religioso, para no comprometerse con ninguno; es muy difícil formar la conciencia moral de los estudiantes haciendo abstracción de la realidad de Dios, y de la naturaleza del hombre por Él creado. En el fondo del discurso de Bok –que hay, con todo, que agradecerle– se proyecta la frase del Karamasov de Dostoyevski: “si Dios no existe, todo está permitido”.

Derek Bok ha debido bordear todos estos escollos con su diestro arte de navegación. Pero hubiera tenido franco el paso si, a pesar de unos y de otros, hubiese aceptado que en su universidad se enseñara una ética que tenga como principios, como valores básicos, como normas fundamentales, el decálogo bíblico, y todas las virtudes requeridas para vivirlo. ¿No sería este, sin duda, un recomienzo digno de Harvard University? ¿Debe acaso seguirse admitiendo que el Origen de las Especies ha sustituido en verdad al Génesis? Este comienzo facilitaría que los cursos de ética no consistieran en la mera enseñanza del razonamiento ético, sino en la de los principios morales de la conducta, como se hace en la universidad a la que pertenezco, porque, si bien es muy importante saber razonar, más lo es estar seguros de los principios de donde ha de partir el razonamiento.

Este es el segundo de dos extractos que publicaremos del e-Book “Ética en la universidad”:

Ebook Ética en la Universidad

 

Topics: Virtudes, Ética, Universidad, Valores

Carlos Llano Cifuentes

Escrito por Carlos Llano Cifuentes

Carlos Llano Cifuentes, fue un filósofo, profesor y empresario mexicano. Miembro del grupo fundador del Instituto Panamericano de Alta Dirección de Empresa (IPADE) y de la Universidad Panamericana, nació en 1932 en la Ciudad de México. Doctor en Filosofía en la Universidad de Santo Tomás, en Roma, estudió Economía en la Universidad Complutense de Madrid y realizó estudios doctorales de Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

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